Por Facundo García
El auto rugió en una esquina del microcentro y varios policías bajaron a romper afiches. “Eso que estás arrancando –gritó una mujer– es mi hijo.” Así lo recuerdan quienes estuvieron el 21 de septiembre de 1983 en la Tercera Marcha de la Resistencia que organizaron las Madres de Plaza de Mayo, también conocida como el Siluetazo. Durante varias horas, miles de manifestantes confeccionaron incontables contornos humanos en representación de los desaparecidos, para darle visibilidad a un reclamo que el gobierno se empecinaba en negar. La jornada tuvo momentos de alto contenido político y poético, aunque ni el canon progresista ni los teóricos del arte local le dieron el espacio que hubiera merecido. Veinticinco años después, una compilación de Editorial Adriana Hidalgo busca rescatar la experiencia con textos inéditos o casi inhallables. “Quizá hoy no seamos conscientes del impacto que tuvo. Pero la intersección entre un grupo de artistas que logró conectarse con una multitud para llenar la ciudad de figuras que aludían a los secuestrados –¡aun en dictadura!– no puede dejar de destacarse como un hito en la relación entre el arte y la movilización popular”, asegura Ana Longoni, doctora en Artes, docente, escritora, investigadora del Conicet y una de las compiladoras del volumen.
La obra es polifónica y en algunos tramos polémica, lo que no impide una reconstrucción provisoria de lo que sucedió. Ojo: entenderá poco el que la lea sólo con los anteojos del presente. Hay que transportarse a ese ambiente de plomo, a esa retórica metálica que invadía los medios con palabras como “encontráronse” o “abatiéronse”, a la pacatería impuesta por la fuerza que reinaba en las calles. La idea del Siluetazo apareció cuando todo eso ya había adquirido un tono de pesadilla y, no obstante, se mantenía vigente. La propuesta presentada por varias organizaciones y redactada por Rodolfo Aguerreberry, Guillermo Kexel y Julio Flores planteaba la idea de hacer treinta mil figuras humanas a tamaño natural, de manera que se creara “un hecho gráfico que golpee al gobierno a través de su magnitud física y desarrollo formal, y por lo inusual renueve la atención de los medios de difusión”. A esto las Madres adicionaron el pedido de que todo lo que se dibujara se ubicara verticalmente. Nunca en el suelo, para evitar las asociaciones con la muerte.
En efecto, la consigna principal sería pedir por la “aparición con vida”, y cada silueta ocuparía dos metros por uno. O sea que si en el acto se obtenían treinta mil, quedarían afectadas nada menos que seis manzanas completas alrededor del centro de poder del país. Dos preguntas flotaban en el aire. Por un lado si se alcanzaría a concretar semejante “desobediencia” antes de que vinieran los palos. Por otro, si en caso de conseguirlo no los fusilarían a todos.
La obra es polifónica y en algunos tramos polémica, lo que no impide una reconstrucción provisoria de lo que sucedió. Ojo: entenderá poco el que la lea sólo con los anteojos del presente. Hay que transportarse a ese ambiente de plomo, a esa retórica metálica que invadía los medios con palabras como “encontráronse” o “abatiéronse”, a la pacatería impuesta por la fuerza que reinaba en las calles. La idea del Siluetazo apareció cuando todo eso ya había adquirido un tono de pesadilla y, no obstante, se mantenía vigente. La propuesta presentada por varias organizaciones y redactada por Rodolfo Aguerreberry, Guillermo Kexel y Julio Flores planteaba la idea de hacer treinta mil figuras humanas a tamaño natural, de manera que se creara “un hecho gráfico que golpee al gobierno a través de su magnitud física y desarrollo formal, y por lo inusual renueve la atención de los medios de difusión”. A esto las Madres adicionaron el pedido de que todo lo que se dibujara se ubicara verticalmente. Nunca en el suelo, para evitar las asociaciones con la muerte.
En efecto, la consigna principal sería pedir por la “aparición con vida”, y cada silueta ocuparía dos metros por uno. O sea que si en el acto se obtenían treinta mil, quedarían afectadas nada menos que seis manzanas completas alrededor del centro de poder del país. Dos preguntas flotaban en el aire. Por un lado si se alcanzaría a concretar semejante “desobediencia” antes de que vinieran los palos. Por otro, si en caso de conseguirlo no los fusilarían a todos.
El largo camino a la Plaza
Eran tiempos de cambio y peligro. El presidente de facto Reynaldo Benito Antonio Bignone estaba a punto de sancionar una “ley de autoamnistía” –la 22.924–, que pretendía hacer zafar a los militares de la responsabilidad por sus crímenes. A un mes de las elecciones, los cortos cabellos castrenses se erizaban ante la sola posibilidad de que las voces acusadoras se multiplicaran. Por eso, el camino de la rebelión se hacía cuesta arriba. En un relato de 1996, el propio Aguerreberry afirmó que llegaron a la Plaza con lo mínimo. “Cuatro pinceles, seis bobinas de papel, dos tachos de látex y no sé qué más”, según su descripción. Se había hecho uno que otro preparativo antes de llegar, por si el dispositivo represor se mostraba intransigente. Y era lo más probable: la Marcha de la Resistencia anterior había tenido que afrontar la amenaza de los milicos a caballo.
Ahí entraron en escena los que definirían la tarde. “La gente veía lo que estaba pasando y volvía a su casa a buscar algún pincel, o alguien ponía plata de su bolsillo para ir a comprar materiales –puntualizaría luego Aguerreberry–. A la media hora de estar en la Plaza nos podríamos haber ido porque no hacíamos falta para nada.” Las fotos que han quedado lo confirman. Mujeres, hombres, niños y niñas aparecen delineando con una concentración que refleja el sentido que tenía hacerlo en las fauces mismas de la dictadura, y sobre un espacio físico clave. Vecinos que quince minutos antes no se saludaban de pronto recuperaban los lazos, uno se recostaba sobre los recortes y el otro lo usaba de molde para hacer el trazo que homenajeaba a un tercero invisible. A pesar de que las Madres habían sugerido que no hubiera demasiadas marcas identificatorias, no pasó mucho hasta que los manifestantes se lanzaron a personalizar las figuras. Hasta hubo quienes buscaron el retrato naturalista: bigotes, patillas, embarazadas, bebés. Cada representación “miraba” a los transeúntes, en un paisaje que ponía en evidencia “eso que la opinión pública ignoraba o prefería ignorar, eso que se sabía y a la vez no se sabía: la magnitud del terror entre nosotros”.
Los que estuvieron ahí –miles– se integraron a algo que los excedía y, paralelamente, les daba voz individual. Hasta el día de hoy no falta quien mencione a “el loco de los corazones”, un tipo anónimo que tomó estatus de leyenda urbana por haber sido el primero en correr a buscar témpera roja para decorar con un detalle de color el pecho de cada dibujo.
Eran tiempos de cambio y peligro. El presidente de facto Reynaldo Benito Antonio Bignone estaba a punto de sancionar una “ley de autoamnistía” –la 22.924–, que pretendía hacer zafar a los militares de la responsabilidad por sus crímenes. A un mes de las elecciones, los cortos cabellos castrenses se erizaban ante la sola posibilidad de que las voces acusadoras se multiplicaran. Por eso, el camino de la rebelión se hacía cuesta arriba. En un relato de 1996, el propio Aguerreberry afirmó que llegaron a la Plaza con lo mínimo. “Cuatro pinceles, seis bobinas de papel, dos tachos de látex y no sé qué más”, según su descripción. Se había hecho uno que otro preparativo antes de llegar, por si el dispositivo represor se mostraba intransigente. Y era lo más probable: la Marcha de la Resistencia anterior había tenido que afrontar la amenaza de los milicos a caballo.
Ahí entraron en escena los que definirían la tarde. “La gente veía lo que estaba pasando y volvía a su casa a buscar algún pincel, o alguien ponía plata de su bolsillo para ir a comprar materiales –puntualizaría luego Aguerreberry–. A la media hora de estar en la Plaza nos podríamos haber ido porque no hacíamos falta para nada.” Las fotos que han quedado lo confirman. Mujeres, hombres, niños y niñas aparecen delineando con una concentración que refleja el sentido que tenía hacerlo en las fauces mismas de la dictadura, y sobre un espacio físico clave. Vecinos que quince minutos antes no se saludaban de pronto recuperaban los lazos, uno se recostaba sobre los recortes y el otro lo usaba de molde para hacer el trazo que homenajeaba a un tercero invisible. A pesar de que las Madres habían sugerido que no hubiera demasiadas marcas identificatorias, no pasó mucho hasta que los manifestantes se lanzaron a personalizar las figuras. Hasta hubo quienes buscaron el retrato naturalista: bigotes, patillas, embarazadas, bebés. Cada representación “miraba” a los transeúntes, en un paisaje que ponía en evidencia “eso que la opinión pública ignoraba o prefería ignorar, eso que se sabía y a la vez no se sabía: la magnitud del terror entre nosotros”.
Los que estuvieron ahí –miles– se integraron a algo que los excedía y, paralelamente, les daba voz individual. Hasta el día de hoy no falta quien mencione a “el loco de los corazones”, un tipo anónimo que tomó estatus de leyenda urbana por haber sido el primero en correr a buscar témpera roja para decorar con un detalle de color el pecho de cada dibujo.
Meses después, ese radar descomunal llamado Charly García ponía en la tapa de Clics modernos –el disco que incluye “Los Dinosaurios”– una foto de New York que exhibía una imagen casi idéntica a las que habían surgido en Buenos Aires.
Volviendo a aquel atardecer frente a la Rosada: ¿qué despertaba ese acto aparentemente simple de tirarse en el asfalto para generar una ilustración que indicara, como dice el filósofo Eduardo Grüner, “la presencia de una ausencia”? Según el historiador del Arte Gustavo Buntinx, una de sus fortalezas era la capacidad que tenía ese gesto de “poner el cuerpo” para elaborar un “pacto ritual”, un compromiso con los que no estaban. Teorizaciones aparte, la instancia más riesgosa sería la de la pegatina. Desafiando a un cerco policial desproporcionado, se salió en grupos y a la luz del día, y eso confirmaba la recuperación de un territorio y de una posibilidad social. Longoni sostiene –citando a Roberto Amigo, quizás el primero en estudiar el suceso– que se trató de “una toma a la vez estética y política”, donde ambas dimensiones se tornaron solidarias.
Cerca de la medianoche, un comisario amenazó con llevarse detenidos a los que continuaran la movida. La Marcha de la Resistencia se mantuvo, aunque cesó la pegatina. La desconcentración se inició recién a las 15.30 del día siguiente, mientras una lluvia torrencial borroneaba las líneas y despedazaba los papeles.
Cerca de la medianoche, un comisario amenazó con llevarse detenidos a los que continuaran la movida. La Marcha de la Resistencia se mantuvo, aunque cesó la pegatina. La desconcentración se inició recién a las 15.30 del día siguiente, mientras una lluvia torrencial borroneaba las líneas y despedazaba los papeles.
Fuente: pagina12.com.ar